Un País Donde Todo Ocurre

(Tomado del libro)

"—Es que, mira, los temas pasan, pierden actualidad y eso de pronto ya no le interesa a nadie —insistió la voz femenina. ¿A qué se refería? ¿A los quince minutos de fama de un
efímero cantante; a los chismes de farándula que llegan tan fácil como desaparecen; a una prenda de vestir que está a punto de convertirse en obsoleta? No, ella, la persona que representaba a una editorial para la que se suponía debía escribir este libro, hablaba de sucesos que resumían la feroz contienda que vive nuestro país, el de ella, el mío, el nuestro: hablaba de la guerra.

Miguel Hernández, Miguel Hernández… por alguna extraña razón en lo único que conseguía pensar, mientras oía las frases que me pedían una justificación para el proyecto del libro, era en el poeta español. “No perdono a la vida desatenta…”** ¿Qué otra cosa distinta a perdonarla hemos hecho? ¿Cuándo hemos sentido más su muerte que nuestras vidas, cuándo? Lo entendí tanto, lo sentí tanto. Miguel Hernández en la España de 1936 señaló, con palabras precisas, nuestra vergonzosa indiferencia. Entonces quise estar junto a él, pedirle permiso de repetir, cual letanía, las únicas palabras capaces de conjurar nuestra mezquindad:

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a partea dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte**.

Y… desenterrar a los millones de colombianos sacrificados por la violencia, para mirarlos, para besarles la noble calavera y pedirles perdón por la indolencia. Por haber sido capaces de ignorar su muerte, el terror, las balas, los cuchillos, los cilindros de gas, las motosierras… por haber sido capaces de seguir viviendo como si no pasara nada. Como si “eso” la condena del destierro, del secuestro, fuera un asunto del que podemos desprendernos, olvidarlo. Como si la piel de las víctimas de la infamia, no hiciera parte de nuestra piel.

La voz femenina, a la que mis pensamientos no llegaban, recalcó, quién sabe si eso tenga vigencia. No conocía a la persona que se refería a ciertos episodios de esta guerra como una nota de periódico que deja de existir al pasar la página, no la conozco. Pero gracias a sus palabras comprendí que la nuestra era una casa invisible. Un lugar donde “el odio se amortigua detrás de la ventana”, ignorado por la mayoría. Y que para hacer visible esta casa nuestra, “con su desierta mesa con su ruidosa cama”, para que asumiéramos como propio el dolor que puebla sus rincones, era imprescindible pintarla del color de las grandes pasiones y desgracias.

Entonces supe que el desconsuelo, provocado por la voz que preguntaba si este tema tenía vigencia, se proponía arrebatarnos lo único que certifica que la nobleza subsiste en esta invisible casa: la esperanza. Y de nuevo acudí a la voz de Miguel Hernández para pedir, con sus palabras, en su voz: 'Dejadme la esperanza' ".

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