LA ESQUINA DE JOHN

En la esquina del barrio está John. Así parece llamarse. Llega con la noche. Usa una gorra oscura mugrosa, como toda su ropa. En la mano lleva el limpiador de vidrios que tiene dos usos: restregar el barro en los parabrisas o amenazar. John se acerca a los carros que tienen que parar por el cambio a rojo del semáforo, extiende el limpiador de vidrios sobre su presa y recibe un sí resig-asustado del conductor o un no irritasustado, acompañado del pito del carro.

Es ahí, cuando suena el pito y detrás de las ventanas la cara ofuscada dice ¡no!, que el mango de aluminio rematado por una esponja desgastada a más no poder, se convierte en arma. John eleva el aluminio, se para frente al carro, se soba la barriga para pedir-exigir comida y mira al conductor. No tiene que hacer “mala cara”, la suya de natural parece “mala”, solo mira a los ojos al conductor y medio mueve la boca. Unas veces logra su cometido (a cambio de desaparecer recibe unas monedas), otras solo asusta. Pese a las luces de la cola de carros que suele crearse en la esquina, el lugar es algo oscuro. Telón de fondo perfecto para John. Hay arbustos, carros detenidos en una pequeña pendiente, es de noche y él está ahí con su limpiador de vidrios. Usted escoge: se le limpia el vidrio o se le intimida.

La esquina es suya de domingo a martes, el miércoles comienza a compartirla con un viejito que vende dulces, maní y cigarrillos. El jueves llegan los maromeros. El viernes en la noche la esquina se llena. Están John, algunos vendedores de cualquier cosa, los maromeros, uniformados, un par de mimos, los vendedores de flores, el viejito que bendice carros sin pedir nada y hasta el tipo que baila salsa con una muñeca. Entonces el cambio del semáforo se hace más lento. No sé si es idea o realidad, pero yo que paso todas las noches por el mismo lugar, que debo detenerme ante John, que observo los rostros de pánico ante el limpiador de vidrios, siento que el tiempo entre el rojo y el verde del semáforo se alarga los viernes en la noche.

Los maromeros son cuatro o cinco y su espectáculo es de profesionales. Tienen uniforme, van descalzos y son precisos en sus acciones. El más fuerte, un negro de hombros anchos, resiste, el peso de los dos jóvenes que, uno sobre otro, lanzan bolas, bolos o fuego. Provoca aplaudirlos cuando terminan el show, pero no hay tiempo, el encargado de cobrar el boleto se acerca a las ventanillas de los carros a pedir lo suyo.

Supongo que de viernes a domingo son noches “malas” para John. Será poco lo que logre con su mala cara o limpiando parabrisas. Pero sólo supongo, no lo sé. Igual, suelo mirar a John en esas noches, el semáforo da más tiempo, y detallar su puesta en escena: el limpiador extendido sobre el parabrisas, el rechazo, el limpiador contra el hombro, la mano en la barriga y los ojos negros mirando desde fuera, desde la calle, al atemorizado conductor.

A veces, entre carro y carro John se me acerca, de tanto vernos hasta nos reconocemos, y sin levantar su “arma”, responde mi saludo diciendo: “¿qué, mucho boleo?”. Respondo cualquier cosa, sonrió, el semáforo cambia y John me dice “que tenga buena noche”.

Espero que el deseo de John se cumpla, para ambos.