Un abrazo para Ernesto McCausland



Por Alexandra Cardona Restrepo

Ese 21 de noviembre, tempranito, me llamó Mónica. Primero al teléfono fijo que no alcancé a contestar, luego al celular, al que tampoco llegué a tiempo. Sin embargo, por el tipo de timbre supe que se trataba de Móni. Me asusté. Muy temprano y mucha insistencia para una llamada. De nuevo sonó el teléfono fijo y, ahí sí, de una vez pregunté, ¿qué pasó? 
Se murió Ernesto. Silencio. Preferí llamarte porque no quería que te enteraras por la radio. ¿Estás ahí?, sí. Dicen que murió como a las tres y media de la mañana, todos están hablando de eso. Luego de un silencio en el que tan sólo se oían nuestras respiraciones agregó, yo sé cómo te sientes, pero mejor que lo sepas de una vez. Sí, gracias. Chao tía, más tarde te vuelvo a llamar y acuérdate que lo importante es mantener el buen ánimo que has tenido todo el tiempo, eso es lo que no puedes perder. Chao.
Bocabajo, con la cabeza hundida en la almohada procesé la noticia. Ernesto McCausland y yo éramos colegas en, por lo menos, cuatro aspectos de la vida. Por cineastas, por creer devotamente en los derechos de los seres humanos, por amar a los perros y por haber tenido cáncer. Iba a llorar. Seguro los ojos alcanzaron a encharcarse pero no lloré. Los recuerdos, como en el desorden de un sueño cualquiera, brincaban de un momento compartido a otro. 
Hola Ale, ¡Ernesto!, al fin. Ale, susurró, no te he llamado porque me están haciendo una terapia y el médico dice que es mejor no hablar para que no me llene de gases. Eso me dijo la última vez que hablamos, unos veinte días antes de recibir la noticia. Claro, no te preocupes yo entiendo, sólo quería saber algo de ti, un abrazo, te escribo. Tá bien, Ale. Un abrazo. Ese día supe que la muerte de Ernesto era inminente y pronta.
Ernesto no quería hablar, sé cómo es eso. Hablar, respirar se convierte en un esfuerzo descomunal. Mejor el silencio. Me llamó porque marqué sin tregua a su celular y, por último, le dejé un mensaje infalible: Ernesto, por qué no me contestas, lo único que quiero es saber algo de ti. No es más. Abrazos.
Los colombianos mandamos abrazos en los correos, en las llamadas y, cómo no, en los mensajes de voz. Es grato enviar y recibir abrazos. Supongo que para Ernesto también lo era.
Un Abrazo, fue lo último que le oí decirme. Yo iba manejando mientras hablaba con él. Apenas colgué tuve que buscar un espacio donde estacionar. Entonces era verdad. En el Salón del Autor de la Cinemateca del Caribe, me lo habían dicho, Ernesto se está muriendo. Liuba me lo ratificó después de los premios Simón Bolívar, él está muy mal, dicen que solo un milagro podría salvarlo. Me rehusé a creerles. No, no, le dije a Liuba, eso debe ser mentira. Es que la gente hace un show con ese tipo de enfermedades y siempre lo matan a uno. Por eso no conté nada cuando estuve enferma. Qué tal uno enfermo, apechugándose esa cantidad de tratamientos que tanto lo debilitan y la gente mirándolo con cara de “pobrecito, y pensar que se va a morir rapidito”. El pobrecito y la mirada de compasión me revientan, Liuba lo sabe. Así que reafirmé, no creo, él está en su lucha y por eso se mantiene aislado, no es más.
Pero después de oír su voz por el celular la cosa fue distinta. Más que débil, era un hilito que sonaba a despedida. Suspiré, suspiré, suspiré y lloré. Gracias a Dios existe la soledad de un carro en el anonimato de la calle para llorar como nos dé la gana.
Ese día lloré todo cuanto tenía que llorar, sin que nadie me dijera, ay, no te pongas así que eso te puede hacer daño. El hecho de que a Ernesto le haya aparecido un nuevo cáncer no quiere decir que a ti te va a pasar lo mismo. No llores, eso te debilita.
Es tan difícil, uno mira de reojo a la persona que habla con auténtico cariño y por el cariño justamente calla, se guarda el, mira, no soy idiota. Sé que lo de él es una cosa y lo mío otra, el asunto es que necesito llorar. Quiero a ese amigo que no estará y la muerte duele. No es más. Lloré cuanto quise amparada por esa especie de vientre en que, para mi fortuna, se convirtió la cabina del carro.  
Al regresar a la casa cumpliendo al pie de la letra con la manida frase de “la vida sigue”, le comenté a Rafa y a las niñas que después de hablar con Ernesto, me parecía cierto lo que habían dicho en Barranquilla. Silencio.
Conocí a Ernesto cuando decidimos que presentara Tiempo de la Verdad, programa de la Procuraduría General, dirigido por mí, que se transmitía en directo por la televisión y constaba de un documental, entrevistas en estudio y una sección pedagógica cuyo propósito era orientar a las víctimas sobre sus derechos respecto a la ley llamada de “Justicia y Paz”. Carito, mi hija, lo conocía por haber trabajado juntos en  la emisión de un programa especial de TV. Ella fue la encargada de contactarlo para que presentara Tiempo de la Verdad. La negociación fue sencilla y rápida. Luego, cuando fuimos a Barranquilla a filmar el documental sobre el crimen de Alfredo Correa de Andreis y la Masacre de Nueva Venecia, nos vimos.
Él y Ana Milena, su esposa, se me antojaron una pareja real. De las que son para las alegrías y las tristezas, para la riqueza, la enfermedad, de las que saben quererse para siempre. Desde el primer momento la conversación fue fácil, Ernesto habló de Momo, su perro, y nosotras de Edipo, Tino y Cupido, los nuestros. Todos labradores y personajes de la familia. Luego vino el país, el conflicto, la tristeza y la necesidad común de “hacer algo” respecto a  ello. En eso trabajamos en Tiempo de la Verdad.
Todavía me rió recordando cómo Mónica le prestó su micro sombrilla rosada de Hello Kitty, para que se protegiera del aguacero que lo recibió en su primer viaje a Bogotá para presentar el programa. Debió ser muy divertido ver a ese hombre de casi dos metros corriendo en el parqueadero del aeropuerto, con la micro sombrilla de Móni protegiéndole la cabeza. Sin embargo, haciendo gala del desenfado caribe que tanto me gusta, Ernesto pareció no enterarse del episodio.
El engranaje de ambos en el trabajo fue perfecto. La única interferencia vino de mano de los improvisados apuntadores que utilizamos durante la emisión del programa. Como éramos pobres, Mónica inventó un sistema de comunicación que funcionaba con un par de walkie talkies a los que se les adaptaban los audífonos. Ernesto tenía uno en el set y yo, se suponía, me comunicaría con él a través del otro que estaba en el master. Eso fue un caos. Ernesto no me oía. 
Ernesto, vamos con el entrevistado dos, Ernesto, el entrevistado dos, Ernesto el dos, ¡Ernesto! Creo que hasta los entrevistados llegaron a oír mis gritos y Ernesto seguía impasible, hablando con el entrevistado uno. Durante el agite de la transmisión la cosa era terrible, porque se trataba de un programa en vivo, pero luego… nos reíamos! ¿Por qué no me hiciste caso?, ¿de qué?, de pasar al entrevistado dos. ¿Y acaso me dijiste?… El invento, el oído no funcionaba. Igual siempre nos salvaba su profesionalismo y el conocimiento del tema.
Ernesto realmente sabía sobre Derechos Humanos, sobre las masacres, las luchas, los asesinatos cometidos en nuestro país. Tenía el conocimiento para hablar con  propiedad de cualquiera de ellos. En especial de los sucesos ocurridos en la costa. 
El documental sobre la Masacre de Nueva Venecia le impactó tanto, que unos años después me pidió escribir una crónica que publicó en El Heraldo. También por ese documental me enteré del cáncer. Ernesto me escribió diciendo, como sabrás ahora soy yo el que está dando la lucha contra el cáncer, pero con fe en Dios y siguiendo las instrucciones de los médicos, salimos adelante. Será que me puedes enviar el programa de Nueva Venecia para subirlo en mi página de YouTube?
Se equivocaba yo no sabía, no tenía idea de un nuevo cáncer. Hablé con él, no le pregunté qué, cuándo, dónde, porque soy poco preguntona, pero lo sentí optimista, tanto como estaba yo cuando le conté que enfrentaba el cáncer.
Ese día un numeroso grupo de cineastas, finalistas a los premios del Fondo de Desarrollo Cinematográfico, llenaban la recepción de un hotel a la espera de su turno para el pitch o encuentro con los jurados que habrían de escoger los ganadores. Las largas piernas de Ernesto se podían ver fácilmente entre las figuras medianas y pequeñas de los casi ganadores que esperaban, muertos de nervios, el turno de enfrentar a los jurados. Acomodado en una silla Ernesto leía, con mucho juicio, apuntes sobre el trabajo que iba a sustentar. Hacia meses no nos veíamos. Apenas entré me acerqué a saludarlo caminando despacio, medio arrastrando los pies, porque los efectos de la quimio no me permitían doblar bien las rodillas sin sentir un dolor muscular tremendo.
De los colegas que estaban ahí nadie sabía de la enfermedad, creo. Yo iba con mi peluca bien arregladita y gafas oscuras. Como le confesé a Ernesto no fui capaz de ponerme las pestañas postizas que hacían parte del kit para ocultar la calvicie. Traté de usarlas pero entré en pánico al pensar que en cualquier momento del pitch la pestaña se despegara, diera un brinco y ¡pum! le cayera al jurado en la cara, el tinto, qué se yo. Ernesto rió conmigo. A él sí podía contarle del cáncer porque sabía que siendo muy joven había retado uno. Estaba  segura que me entendería. Así fue.
Momo está enfermo, contó. Hoy le van a hacer una biopsia de un tumor. Aunque no hacía falta que me dijera lo angustiado que estaba con ello, lo hizo y agregó, aquí estoy negociando con Dios, le he pedido que no me dé el premio para hacer el documental con tal de que Momo no tenga cáncer. Ernesto, tú sabes que cáncer no significa muerte, tranquilo. Edipo, nuestro perro, tuvo cáncer en la nariz, le hicieron quimio y ahí está, perfecto. Le di el teléfono de Gonzalo, el veterinario de Edipo, por si las mosca,s y entré a mi pitch.
Iba con Helenita, mi asistente para esa época. Me sentía incapaz de entrar sola por el estado físico, pero tampoco quería presentarme a los jurados diciendo, que pena señores es que estoy en un tratamiento contra el cáncer y… ¡no, horror! El encuentro terminó y al salir, ocurrió lo impredecible, el “punto de giro”, se dice en los guiones. Aquello que, sin previo aviso, rompe con la línea de la historia. Helenita y yo bajábamos por la amplia escalera del hotel que conduce a la calle y al mismo tiempo subía una mujer que apenas nos vio volteó la cabeza hacia la pared. El gesto me obligó a detallarla porque, como suele ocurrirnos a los escritores en fracción de segundos pensé “¿qué pasó?, esa reacción no tiene lógica, ¿por qué lo hace?, ¿de qué se esconde?” Efectivamente se trataba de una acción con la cual la mujer quería evitar hacer contacto con mis ojos. Si no hubiera mirado hacia la pared, seguro yo no habría sabido de quién se trataba, pero al hacerlo…
Hola, le dije, ¿sabe quién soy yo, cierto? —claro que lo sabía—, la mamá de Carito, la exesposa de Jaime, precisé. Ella me miró con su máscara de pánico.
Claro que sabía quién era, nos vimos en la clínica cuando Jaime estaba enfermo, en la casa de Jaime y, por el oficio de cineastas, en muchas otras partes. Justamente por eso trató de ocultarse mirando a la pared. El pecado es cobarde, diría mi mamá.
No sé si musitó un hola o algo parecido el caso es que por un impulso que aún no logro descifrar, sin darme tiempo de pensar le dije, ¿usted por qué no le avisó a mi hija que su papá había muerto? Silencio. Ni una palabra respondió y yo, como poseída por la voz de la justicia fraterna volví a preguntar ¿usted por qué no le avisó a mi hija que su papá había muerto? Jaime murió a las 3 de la mañana y mi hija, su única hija lo supo a las 10 de la noche luego de que Gerardo llamara a la casa a decirme, ve, Alexita, es que andan diciendo que Jaime murió, pero yo no creo porque vos sabrías.
Claro que sabría. En el instante que ocurriera sabría, por lo menos Carito, su hija debía enterarse de inmediato. Es lo humanamente lógico. Bueno, eso se espera cuando hablamos de humanos. Pero no sucedió así. Nadie le avisó.
La mujer que tenía al frente me miraba con máscara de pánico mientras yo, como disco rayado repetía, ¿usted por qué no le aviso a mi hija que su papá había muerto? El tono de voz subía, pero la pregunta seguía intacta. Poco a poco el bullicio de la  recepción del hotel dio paso al silencio para que solo se oyera un lento y bien modulado ¿Usted por qué no le aviso a mi hija que su papá se había muerto? Los cineastas que ya lo sabían y los que no, miraban hacia las escaleras, a la espera del desenlace. Ernesto desde su silla también miraba sin entender.
¿Usted sabe que es un derecho humano saber de la muerte de los padres? ¿Por qué no le aviso a mi hija que su papá había muerto? De pronto el silencio era total. La mujer me miraba desde un par de escaleras abajo, Helenita, a mi lado, reprimía su angustia, temerosa por mi estado de salud y yo, repetía la pregunta sin subir el tono, pero vocalizando muy lentamente cada palabra. Usted, hija, papá, muerto, derechos. Cuatro, cinco, diez, minutos duró el encuentro, hasta que ella pidió el número celular de Carolina y Helena, temblorosa se lo dio. Luego ella siguió su camino y nosotras nos devolvimos al centro de la recepción, porque sólo entonces recordamos que el carro estaba en el sótano del hotel y la salida era por el interior del hotel. 
Ale, ven acá, me dijo Ernesto cuando pasé por su lado, qué clase de escándalo era el que estabas armando allá, ¡que feo! ¿No entendiste?, respondí. Ella era la esposa del papá de mi hija  cuando él murió y no le avisó a Carito que Jaime había muerto. Supimos después de casi 20 horas, mientras los amigos y demás ya sabían.
¿Qué, qué? Exclamó Ernesto, y tú sólo le preguntaste por qué no le avisó a tu hija que su papá se había muerto, ¡qué va!, ¡a cachetá limpia tenías que haberla cogido! Te imaginas si le doy una cachetada y ella es valiente y, como buena mujer, me mechonea. Apenas me agarre el pelo se queda con la peluca en la mano. Eso sí habría sido un susto tremendo. Ella habría pensado que yo me estaba deshaciendo, comenzando por el pelo que tenía en la mano. Ja, ja… pura imaginación de guionista, dijo Ernesto riendo, me abrazó y se fue a cumplir la cita con el jurado. Antes de ingresar al salón que le correspondía, dio media vuelta y recalcó, pero la cachetá sí se la merece!
Ernesto desapareció y yo, irónica, le dije a Helenita, de pronto si me hizo falta darle una cachetada. Ay, Alexa, no digas eso, yo estaba muy preocupada. Lo sé, lo sé, pero te imaginas el espectáculo de la peluca en la mano, un día voy a escribir una película con esa historia Ambas reímos y salimos del hotel.
Al día siguiente premiaron a Ernesto y, según me dijo, Diosito se portó de maravilla conmigo, ganamos y ¡Momo no tiene cáncer!

Te merecías esa buena suerte mi querido Ernesto. Un largo y cálido abrazo donde quiera que te encuentres, feliz, con Momo a tu lado.





Ana Milena, abrazos, abrazos para ti, las niñas y la mamá de Ernesto.

6 comentarios:

Wonder Woman dijo...

Que lindo recordar, así es la vida llena de emociones, unas que nos duelen y otras muy divertidas, y con esas me quiero quedar. Ernesto con Momo y quién sabe si tapándolo con mi sombrilla de Hello Kitty. Mas abrazos para todos los que compartimos esta perdida de alguna manera.

Fabiola dijo...

Leí el artículo sobre McCausland, me reí, me conmoví, me volví a reír... No lo conocía personalmente, lamenté la perdida por su trabajo, ahora lo conozco un poco más, gracias.
Un abrazo
Fabiola

Amalialu dijo...

Hermoso está  un abrazo para Ernesto

Cristina Z dijo...

Siento la muerte de tu amigo querido ...

Mariú dijo...

Siento en el alma la muerte de tu amiogo querido tan jovencito. Que tristeza. Gracias por compartir conmigo esta bella persona que ya dejo un agujerito en mi alma con su ausencia.

Mil besitos y abrazos y que su memoria nos llene. Con jucho amor.

CINEDRAMA dijo...

Hola Alexandra, estuvimos en el taller de Gabo en 1988. Saludos